EXPOSICIÓN PASADA
Olas de lluvia y sal
Las Palmas tiene durante parte del verano un microclima intermitente; la panza de burro es la cúpula grisácea que nos cobija del sol de Agosto, la ciudad se percibe en blanco y negro. Esto se introduce en el alma… de pronto, todo se nos viene encima, lo que queremos es estar en otra parte, en un lugar en el que podamos caminar y respirar en Technicolor.
Puede que ese fuera mi estado de ánimo camino a la cita artística; el espíritu crítico sobre las derivas de la ciudad se agudiza en esta circunstancia y me urgía un rincón de belleza, lejos del ruido y la fealdad de tanto asfalto. Entonces de alguna manera instintiva fui a su encuentro, acercando esa realidad deseada.
Algo así sentí cuando Capi me abrió la puerta de su estudio en un barrio de la Ciudad Alta. Ante mi vista y por todas partes aparecieron fogonazos visuales de corrientes, relieves y océanos, todo en aquel espacio era material para su propia liberación y subida a su paraíso me sosegué.
Recordé que a pesar de que habíamos llevado el asfalto hasta la misma playa, los elementos permanecían aún y que las interminables guerras, incluidas las ideológicas o de pensamiento que acumula nuestra historia hasta la actualidad, no han arrasado el arte de la pintura; al contrario, Capi parecía comprometido en enmendar el destrozo: olas de lluvia y sal al paso de los ciclones, paredes de agua que levantan una reverencia al cielo, una lente para comprender la civilización en sus fragmentos, gritar por ella y abordar con elegancia irreductible la más terrible de nuestras realidades actuales, nuestro lugar en el mundo.
Fue en la China antigua donde grandes maestros ensalzaban el paisaje como manera de canalizar preguntas esenciales que van directas a nuestra relación con el mundo que nos rodea. La pintura paisajística en papel y tinta se convirtió en un símbolo del ser civilizado.
Este vínculo entre arte, entorno, ética y estética vino a mí mientras Capi Cabrera me mostraba su delicado pero envolvente trabajo y observaba el rastro fino y brillante que deja el gesto casi caligráfico de su brocha como un modo de posibilitar a la pintura deslizarse entre lo imaginario y lo abstracto en su propia pantalla, huída de lo digital y reaccionando, quizás, ante la posibilidad de una figuralidad limitada y frustrante. Sus cuadros son superficies que invitan a depositar lo que imagina la conciencia poética; y es que a medida que el ojo se deslizaba por sus lienzos mi acercamiento ascendía también a un orden superior de interpretación.
Poco a poco, encaramada en las crestas y pliegues de sus montañas de color quedé a merced de un revolcón, como engullida por la Gran ola de Kanagawa (Katsushika Hokusai, 1830), que me llevó a profundizar en qué hay más allá de la apariencia superficial de la naturaleza, qué mueve el universo y me trasladé a esas pequeñas idas y venidas de nuestras diminutas vidas en la majestuosidad del cosmos.
Un vaivén que también es una analogía entre la naturaleza de la propia pintura y las corrientes marinas, transferencias de energía, ríos dentro del mar que nos conectan a escala planetaria. Giros que se entrelazan y bifurcan como si algo agitara un recipiente gigantesco lleno de color, y por el que Capi navega como un surfista jugando con los surcos y el fluir de la pintura.
Nuestro artista apunta a esa posibilidad resbaladiza para constatar su voluntad de transitoriedad al tratar la pintura como un área de observación, -hay una lentitud atrapada en el proceso que conduce a la contemplación- por lo que tendemos a detener el tiempo y obtener equivalencias en los colores con su frialdad plástica y su calidez mítica. Es un fondo espiritual e irreductible: azules, verdes, rojos, ocres… agua, sol, arena y fuego, el círculo completo de la vida estaba allí, sentí que tocaba una antigüedad eterna en la que la tierra se hunde en los océanos y los volcanes emergen de sus entrañas pero también podía enmudecer ante el vértigo de hallarme completamente sola en el mar, viendo a los que están dando vueltas en la oscuridad, en la inmensidad claustrofóbica, en la muralla azul que se yergue, abandonados en el mar abierto, tensa visión que funde soledad y muerte.
Era como si hubiese estado ahí antes, en las islas misteriosas de nuestros refugios, en las llanuras abisales que anhelan la superficie para ser tierras cubiertas de escoria color ocre. Sumergida en las corrientes que agitan las algas… Un arco que nos abarca barrido por la rotación terrestre y en el que la pintura parece ser el sónar de los huecos profundos, una grieta por la que colarse y escuchar los ecos del arrecife, ver el limo que cubre la llanura y las gruesas capas de sedimentos.
Dejo el lugar bajo el influjo de este surfista buceador de pigmentos y me reencuentro con el esplendor de las guaguas amarillas repletas de gente con camisas de verano y sus toallas de colores bajo el brazo para llegar hasta la playa. ¿Habrá salido el sol?
Gopi Sadarangani