EXPOSICIÓN PASADA

La pintura al servicio de las nubes

Valencia

2021

He de reconocer que el hecho de dedicar una parte considerable de mi actividad académica universitaria –docente e investigadora, filosófica e histórica– durante medio siglo, al estudio y seguimiento del quehacer artístico, desarrollado, especialmente, en el contexto valenciano, me ha permitido –como crítico de arte y asiduo miembro activo de numerosos jurados– descubrir, de manera paulatina y secuenciada, la emergencia de determinados activos, de singulares promesas y valores personales, vinculados a las bellas artes, a lo largo de este largo periplo, bien sea, en unos casos, surgidos directamente de la propia cantera o bien, en otras circunstancias, incorporados –desde otros plurales panoramas geográficos, por distintos motivos– al abanico disponible de los centros formativos universitarios del marco valenciano.

Sin duda, con la mencionada justificación introductoria, he querido apuntar / sugerir uno de los casos, para mí, más singulares y destacados, en ese proceso de constante auto-aprendizaje y desvelamiento crítico, vivido durante décadas. Se trata –a fuer de sincero– de la consciente toma de contacto, en cíclicas etapas sucesivas, tanto con las obras pictóricas de José Antonio Ochoa como con su reflexiva, abierta y entregada personalidad. Aunque siempre, como he afirmado, haya sido a través de encontrarme con sus propuestas, en ese crucial juego comparativo, que arranca con la selección requerida, en un concurso, sigue a través de la obligada discusión estimativa, en común, y finaliza con la decisión colegiada pertinente, de cara a los galardones / reconocimientos oficiales otorgados.

Si he de ejercitar una especie de memoria recopilatoria, al respecto del caso que nos ocupa, comenzaré diciendo que, ante todo, ha sido por la evidente interdisciplinariedad sustentada, como base de sus trabajos, lo que primero llamó mi atención. Desde el principio de esta aventura –quizás haga una década, más o menos– me topé con un sustentante diálogo, en cada una de sus opciones pictóricas, entre fotografía, cine y pintura, aunque, por cierto, el orden de tal cruce transdisciplinar –convertido en clave de su inquieta / inquietante “poética”– pudiera mutar estratégicamente, haciendo que la pintura acabara siendo el receptáculo finalista y definitivo de la cadena de experiencias, tras la previa presencia obligada de la fotografía, siempre por doquier, inscrita asimismo genéticamente, en la acción cinematográfica obligada. O bien fuese, quizás, a la inversa, el filtro pictórico, incorporado regulativamente en la retina, como objetivo regulador (en su doble sentido) lo que exigiera el aporte selectivo presencial de una fenomenología visual, nacida históricamente del universo fílmico y de sus paralelos recursos fotográficos.

No en vano –quiero seguir sincerándome– mis preferencias visuales, de origen cinematográfico (mi tesis doctoral se centraba en el campo de la semiótica del cine, presentada en la UVEG, en el curso 1969-70), fueron precisamente las que luego mutaron, de forma recurrente, en beneficio del creciente estudio y seguimiento de las artes plásticas, en mi dedicación docente definitiva, al cultivo de la Estética y de la Teoría de las Artes. Pronto acabé reconociendo, fácilmente, sus pinturas, entre el conjunto de los proyectos presentados, en las diferentes convocatorias. Desde la sólida interconexión, que se me hacía evidente, en el consolidado desarrollo de sus propuestas, entre la dimensión teórica (reflexiva y previa) de su quehacer y la rigurosa vertiente práctica (el cuidado prestado a los recursos técnicos empleados y sometidos a constantes experiencias pictóricas), era claro que aquella “poética” –suma de concepto regulador, de programa conformado e ideal postulado–, aunque solo fuese de momento, todavía, el bosquejo inicial de un loable y esperanzador futuro, encerraba en sí las claves necesarias, exigentes y requeridas, de un prometedor itinerario.

La verdad es que, a lo largo de la citada década, no he dejado de seguir, de lejos, los pasos graduados de su certero proceso, siempre atraído por la singular manera de convertir el cine en la palanca –lúdica o agónica, expresiva o narrativa, según los casos– de sus determinantes recursos plásticos. Es más, cuando el lenguaje pictórico se iba elaborando, fluidamente, con solidez constructiva, era porque antes –lo diré en obliga- do resumen– ya se habían ido definiendo / depurando, incluso, las correspondientes categorías estéticas, imprescindibles, hiladas desde la mirada / los recursos perceptivos del cinéfilo y a partir del uso cotidiano de las estrategias fotográficas –siempre como vademécum personal– entre el saber ver y el observar atento, para arbitrar tanto los contenidos, las estructuras, los temas y las formas requeridas, al fin y al cabo, en la compleja narratividad pictórica resultante.

Es de ahí exactamente de donde nacen, por ejemplo, sus fundamentales decantamientos actuales en favor de la categoría de lo sublime, anclada en la naturaleza interpretada, en el paisaje, y/o en la infinitud de los ensueños románticos, que siguen acumulando atractivos simbólicos y enlaces literarios con la historia de las imágenes. De hecho, no hay imágenes sin el contexto encadenado de otras imágenes previas, bien sea con su historia, con sus enlaces interdisciplinares o con los propios condicionamientos, casi inagotables, que las miradas de los espectadores detraen, aportan, combinan y multiplican, en el seno de los diferentes universos visuales / plásticos / literarios combinables, en sólida recurrencia.

De todo ello, quiero deducir que la pintura de J. A. Ochoa, en su contrastada complejidad, acaba, con evidente esfuerzo, por su parte, por parecernos, incluso sencilla, en el abanico de sus recursos transdisciplinares, a la vez que, curiosamente –y aquí está el efectivo nudo gordiano de su secreta aventura– la propia obra, quizás, va adaptándose a la mirada que la observa, esperando, de acuerdo con sus posibles respuestas hermenéuticas, pasar, diligentemente, a proyectar / largar más y más cable, según cada caso, sobre el respectivo espectador, que es, de hecho, quien regula, entre sus manos, la acción del ovillo perceptivo, imaginario, reflexivo e interpretativo de las imágenes. Efectivamente, sabe delegar intereses y comprometer a la mirada ajena –frente a sus obras–, toda vez que él mismo ha encarnado, ya previamente, ese papel investigador y constructivo interdisciplinar, cámara en ristre, recorriendo los planos de la cotidianidad ciudadana, igual que las salas de los museos o los espacios de proyecciones cinematográficas, antes y después de pintar, como reiterados ejercicios de reflexión aplicada, directamente a su quehacer, contagiándonos irremediablemente sus obsesiones.

Hoy se trata, quizás, de poner la pintura al servicio de las nubes, como ayer las obras podían recorrer determinados paisajes o deletreaban, secretamente, las expresiones de los rostros. ¿Qué más da? Al fin y al cabo, la eficiente fórmula es la misma, en su perpetua, creativa e incansable adaptabilidad. Ut kinesis pictura…

La pintura al servicio de las nubes versa sobre la influencia que la iconografía del pintor Caspar David Friedrich ha tenido en el cine. Siguiendo la línea de trabajo de proyectos anteriores del artista: Ut Pictura Kinesis, Tiempo sostenido o Mirar el Tiempo, la obra que presenta J. A. Ochoa en esta exposición trata dos temas principales: por un lado, la relación que existe entre el cine y la pintura, centrándose principalmente en un paisaje cinematográfico con alusiones pictóricas y por el otro, el intento de invocar, desde la pintura, el concepto romántico de lo sublime y actualizar su sentido en nuestros días. El título de la exposición proviene del crítico victoriano John Ruskin, quien en su libro Pintores Modernos, al hablar del paisaje moderno, y haciendo referencia a los pintores románticos –especialmente a Turner– escribió: “Si un nombre general y característico fuese necesario para el arte del paisaje moderno, no se podría inventar otro mejor que Al servicio de las nubes”

La exposición se centra exclusivamente en la figura del romántico alemán Caspar David Friedrich y la presencia de su iconografía ha influido en el séptimo arte. El punto de partida de esta exposición es el encuentro que tiene el artista con dos imágenes cinematográficas que hacen alusión a dos obras del Friedrich que se encuentran en la sala 3.06 de la Antigua Galería Nacional de Berlín: Monje frente al mar y Abadía en el robledal. El interés del artista, más que en las propias obras, está en la presencia de éstas en el cine; el cual se toma como referente para crear una versión propia, buscando así ese viaje de ida y vuelta: de la pintura al cine y del cine a la pintura. Tras este encuentro fortuito que da origen a la exposición el artista realizó un trabajo de documentación en el que fue recopilando imágenes cinematográficas que tuvieran ecos de Friedrich, que le sirvieran como referente para la creación pictórica. Para enfatizar esta relación los cuadros llevan el mismo título de aquellos del Friedrich a los que hacen alusión. No obstante nos encontramos frente a obras de personalidad propia, que aún teniendo reminiscencias románticas, nos interpelan con gran actualidad.

 

Román de la Calle